Desde el momento que me dijiste que habíamos nacido el mismo día,
lo supe. Tu piel sería, a partir de entonces, mi cuaderno de
ruta.
Así conocí primero las sendas de tus pecas hacia tus labios, puras
delicias montañosas de tu rostro, brújula de mis ansias
lascivas.
Después, trazamos con tus lunares, constelaciones y
estrellas,
con la serenidad de un cartógrafo, admirando el cielo justo a
su lado.
Emprendimos un viaje, marcado por las flechas y líneas de
unión
entre nuestros cuerpos. Y nos creímos, ilusos, en un plácido
destino.
Ambos nos perdimos juntos, cuando en la llanura de tu
espalda
de improviso surgió aquella mancha violácea, con forma de
Casiopea.
Creció como Andrómeda y sus hijas Perseidas, en tus
hombros varadas.
Y nuestro camino fue el del dolor y la enfermedad durante un
tiempo.
Pero paciencia y curación, hicieron recuperar una dirección
más recta,
enfilada con júbilo, a pasos coincidentes, entre tañer
de campanas.
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